Dormía ensangrentada sobre el sillón ensuciando el tapizado y sus años:
sin pistola y sin pastillas, nosotras con el brazo pinchado.
Y aunque tuviera el vomito atascado en la garganta y sin poder respirar,
la idea de que aquel cuerpo despellejado que descansaba en la butaca era mío me
fascinaba.
La había conocido una noche atrás, cuando no me percaté de que me estaba
siguiendo por todo Corrientes; para cuando me quise dar cuenta estaba sentada a
mi lado en el subte. No le miré la cara en ningún momento, ni siquiera cuando
me alcanzó un libro que se me había caído, ni para decirle gracias. No quería
verle la cara ni acordarme de como era, ni pensar en ella más tarde, ni tenerla
en sueños, ni en la cabeza. Porque tenía miedo de que todavía fuera a seguirme.
Estuve a punto de decirle algo cuando al bajarnos del subte —juntas,
parecía que paseábamos en compañía de la otra— en nuestra estación y encender un cigarrillo en el mismo
instante, cuando el viento de la noche nos golpeó el rostro, pero al girarme
sobre mis pies y casi gritarle que me dejara de seguir ahí estaba: era yo. Casi
como si mi sombra, revelándose contra la luz de las lámparas y el obedecer a
mis exactos movimientos, personificándose en el mundo de los mortales ante mi,
me hubiera seguido por todo el centro.
Tenía la cara pálida del horror y sentí arcadas por el miedo que me
provocaba mirarme en ese espejo de carne. Carne y huesos, y sangre que se
paseaba entre ellos. Mi sangre probablemente, igual a la que tengo yo, que
también se pasea y me hace marear.
No podía creer como es que la gente no la había mirado con espanto, o
tal vez asombro. Nadie parecía verse incomodado por nuestra presencia, o por la
suya quizás.
Era yo, no había duda de eso, pero no ahora. Mi pelo corto y uñas
comidas, largos se veían ahí, en frente mío. Los ojos limpios, la mirada fija y
sin vueltas, no estaba perdida; no le sangraba la nariz ni le dolía los
nudillos, no tosía, la boca no le colgaba abierta y sus dientes seguían
blancos, comía. Las manos calientes, los dedos ágiles. No era yo, era ella, y
aún así aunque no lo quisiera eramos nosotras. Fue como un puño en el estomago
que me dejó sin aire y con los ojos llenos de lágrimas.
Quise decir algo pero no sabía qué: preguntarle qué hacía acá, qué
quería. Tal vez por qué me había seguido, pero su casa es mi casa, es nuestra
porque es mía, porque ahí vivo yo, y ahí vive ella. Preguntarle si me conoce iba
a ser confuso, era quizás el reflejo del espejo que cuelga en el baño quien
logró escapar. Supuse que tampoco iba a contestarme, aunque quisiera hablarle
iba a quedarse callada, como haría yo.
No sabía por qué la veía pero no quería que me sonriera más, ni que me
mirara como me estaba mirando, quería que se fuera, que nos fuéramos las dos.
Y así con las piernas temblando y el cigarrillo tambalenadose entre mis
labios seguí caminando, hasta llegar a la puerta e intentar abrirla. Pero
cuando la llave no encajaba con la cerradura y ninguna otra tampoco, empujó mi
brazo con fuerza y en menos de dos segundo las puerta rechinaba y se abría en
lo que parecía casi cámara lenta, como una tortura.
Tuve que dejarla pasar. Se sacó las botas (iguales a las mías) y las
dejó donde siempre, esta vez había dos pares. Se sentó en el sillón con los
brazos cruzados, cerró los ojos y parecía que iba a quedarse dormida. Pensé en
unos segundos abrumada por el miedo en deshacerme de ella de la forma que sea,
pero no podía, no tenía un por qué: y otra vez no sabía qué hacer —tampoco fue como si antes se me hubiera ocurrido algo—. La impotencia me no me dejó razonar más, no tuve más remedio que largarme a llorar.
La cabeza me dolía y no podía dejar de pensar en mi caja, en subir agarrarla
y cerrar los ojos, que me pesaran los papados otra vez y dormirme de costado.
La miré con cuidado por un rato, quería dejar de discutir con mi
subconsciente la posibilidad de que no fuera, era imposible. Quería dejar de
intentar explicarlo. Quien respiraba tranquilamente sobre el sillón era mi yo
de hacía solo unos meses, la piel brillante sin moretones en los brazos y
fuerza en los parpados, para quedarse despierta. Sin necesitarla.
Sentada en el piso de la cocina con la cara húmeda y la sien palpitante
decidí que dejarla sola, tal vez, era lo mejor. Dejarla sola descansando sobre
el sofá y dejarla para siempre, dejarla definitivamente, sin mi. No había
podido siquiera tener una conversación con ella pero tampoco quería, iba a
sentir el mismo cosquillo debajo de los ojos y las mejillas arder. Me había
vuelto a morder las uñas y escuchaba las yemas inflamadas latir.
A pesar de todo el ruido que cause al intentar levantarme no parecía
molestarla en lo más mínimo, no se movió. Corriendo saqué un cuchillo del
lavamanos y no importaba lo sucio que estuviera, quería dejarla en paz otra
vez.
Juguetee con la navaja hasta que me la posé en el cuello y me acaricié
la garganta, tragar me picaba. Me rasqué con la punta afilada y no pude evitar
soltar un suspiro, casi susurrando. Hasta que quise cortarme y volver a llorar.
En ese momento me di cuenta de que no podía. Si se queda sola quién
le va a decir, pensé, quién le va a pedir que pare. Con carcajadas
ahogadas en un vaso de llanto y el filo punzante en el cuello, aunque no me
lastimara ardía en la piel. Me quemaba y me prendí fuego, pero no me morí; ni
me dolía cuando tanta fuerza me cortaba y empezaba a sangrar, seguía riéndome.
Desde lejos podía escuchar el silencio absoluto de la casa y su
respiración corrompiendo mis pensamientos. El solo pensar en que una de las dos
seguía ahí me desesperaba hasta el punto de clavarme las uñas en las
piernas, y morder con fuerza el delgado aire.
Subí las escaleras a la velocidad que mi pies me permitieron, y con
desesperación entré a mi habitación para esconderme debajo de la cama, sabiendo
que la iba a encontrar y que estaba por sentirme mejor. Estiré la mano sin
mirar y cuando el plastico de la caja chocó con mis dedos rápidamente me aferré
a ella, abrazándola, deseando estar dormida. Hasta que el olor a humedad me
inundó la nariz. Cuando sentí el crujir de mis huesos y el gusto a plata en la
boca, pegajosa con la lengua y las muelas, bajé al living donde Ella todavía se
encontraba dormida, donde yo dormía.
Ya no me dolía esa molesta picazón, que duraba unos segundos, solo me
causaba cosquillas. Cada vez que lo veía me daban ganas de reír por lo fácil
que era, y lo difícil que me había resultado las primera veces. Sonreí y tragué
en seco, echando la cabeza para atrás. Sentía como se hinchaban las venas y
como los oídos, ambos a la vez me dejaban sorda, el pitido arrancándome el
pelo.
No vi nada por unos minutos pero no me desesperé. Cuando abrí los ojos
la luz me dañaba la vista y escuchaba gritos desde el fondo del cráneo. Me
acerqué lentamente a Ella, a la otra yo, que lloraba en sueños y sollozaba sin
despegar los parpados con la cara roja.
Pude quedarme parada frente al reflejo por unos minutos, que seguía
quejándose sin mirarme, y aunque sus gritos ya no retumbaban en mis orejas, le
coloqué las manos en el cuello con una fuerza que nacía desde la boca del
estómago y lo profundo de la garganta, un grito desesperado interrumpido por un
golpe. No la controlaba, tampoco entendía lo que estaba pasando, porque cuando
finalmente me miró a los ojos, grandes y sobresalidos, agarrándome las muñecas
me pidió que siguiera, y yo le dije que íbamos a estar bien, que
esperara. Todavía apretando sin saber, hasta que dejó de rasguñarme los brazos.
Y estaba ahí, tirada. Muerta y aún así su paz no me tranquilizaba. No
podía ser yo. Miré el cuchillo sucio con sangre y grasa, y lo pensé. Tenía que
volver a ser ella, yo misma, volver a ser ella para no tener miedo de
despertarme temblando.
Con la sonrisa manchada y el asco que me volaba en la cabeza, las
arcadas impidiéndome ver lo que hacía, cortando diagonalmente en el charco
bordó para tener mi traje listo y volver a ser, volver a existir.
Dolores García.
No hay comentarios:
Publicar un comentario