Por Dolores García
Hay un sector de
la casa al que no voy. Sé que suena extraño y, tal vez, lo sea pero fue dándose
así y, con el tiempo, pasó a ser rutina y ya me acostumbré. Cuando las casas
son tan grandes como la mía, la gente, a veces, se acostumbra a usar sólo
algunas partes para no ensuciar todas. Imagínense: una casa con dos cuartos en
la parte inferior, con un living comedor amplísimo, ventanales directos al
patio (¡cuánto polvo!) más el espacio de la cocina (con su mesa y sillas, por
supuesto) y ni hablar de las piezas en la parte superior. Todo con ventanas y
celosías, al frente: Av. Fritz Roy, en otra época, el esplendor. Pero ahora ya no. La mitad de la casa me
sobra. Los cuartos de abajo (y sus ventanas) permanecen cerrados desde 1978.
La gente siempre
tiene explicaciones para todo: que estoy loca, que me molestan los ruidos de la
avenida y los colectivos incesantes, la noche repleta de bares y borrachos. No,
no y no. Las explicaciones verdaderas sólo las tienen aquellos que las
inventan. Esa soy yo y digo: los cuartos permanecen cerrados porque allí nada
puede cambiar, ni por la luz del sol ni por el efecto del viento. Nada de
nada. Y no porque quiera convertir mi
casa en un museo. O sí. No sé. Es mi hermana a quien no quiero perder: si todo
permanece igual quizá ella siga quedándose allí.
No importaba el
olor, la humedad lo cubría casi por completo, camuflándolo. Paseaba por la
planta baja, desde las escaleras, los dormitorios del fondo, los de arriba.
Roble oculto en suciedad, en polvo viejo, en olvido; las paredes quebrándose
con cada suspiro. No voy hasta ahí, donde me guían las manchas grises y
húmedas, nunca secas, casi goteando.
La puerta de la
habitación, vieja y astillada, desmoronándose con un simple golpe, dos. No
entraba, no podía entrar, no me animaba. La imagen de un escenario melancólico
me consumía la cabeza, descansaba como un pensamiento constante que dibujaba
ojeras bajo los ojos y una sonrisa cansada: la peste llenándose conmigo,
inundándome. La ventana cerrada y opaca, concentrando aromas putrefactos
mientras que ya sin fuerza me gana el dolor.
El crujir
inconsciente bajo mis pasos me despertó del sueño vivo, parada en aquel
silencioso pasillo. Vacío, no podía recordar cómo solía ser. Luminoso, tal vez
cálido.
Había sido un
error, me repetí durante dos año que había sido un error. Dos años en los que
no salí de la casa, en los que me aislé completamente del exterior, de lo vivo.
Quedamos la soledad y yo, abrazándonos cuando la noche bajaba a molestar, hasta
que fue desapareciendo.
*
La casa estuvo
vacía durante cuatro años, eso me dijeron. No hubo reparaciones, ni visitas, la
gente la evitaba. No se hablaba de ella, ni su dueña, ni lo roto, lo viejo, lo
no tan olvidado.
Lo había
expresado claramente en el testimonio. Con las manos transpiradas y los
parpados cansados: "No la saquen". Escuchaba la voz rogando, de
rodillas llorando y gritando desde lejos.
El lugar no se
destacaba en ningún aspecto. Una casona abandonada hace un tiempo que nadie
limpió, ni se ocupó. Pisos desechos, puertas transparentes. Las sillas viejas,
aterciopeladas y con los resortes sobresalientes, cortinas agujereadas y
alfombras quemadas.
Un pasillo frío
con invitación a dos pequeños infiernos. Quede casi petrificada frente a la
izquierda de ambas. El primer pie dentro fue casi como un susurro, despacio y
con cuidado.
La vi ahí,
descansando como en sueño sobre la cama, desnuda, resaltando belleza en paz.
Brazos blancos sobre los costados, entre las sábanas, dedos largos y uñas
amarillas. Estómago expuesto a nada, nadie. Los ojos permanecían cerrados con
delicadeza mientras que se observaba el interior de la boca, hueso gris, labios
sellados.
Casi polvo, aire.
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