Hay un sector de la casa al que
no voy. Sé que suena extraño y, tal vez, lo sea pero fue dándose así y, con el
tiempo, pasó a ser rutina y ya me acostumbré. Cuando las casas son tan grandes
como la mía, la gente, a veces, se acostumbra a usar sólo algunas partes para
no ensuciar todas. Imagínense: una casa con dos cuartos en la parte inferior,
con un living comedor amplísimo, ventanales directos al patio (¡cuánto polvo!)
más el espacio de la cocina (con su mesa y sillas, por supuesto) y ni hablar de
las piezas en la parte superior. Todo con ventanas y celosías, al frente: Av.
Fritz Roy, en otra época, el esplendor.
Pero ahora ya no. La mitad de la casa me sobra. Los cuartos de abajo (y
sus ventanas) permanecen cerrados desde 1978.
La gente siempre tiene
explicaciones para todo: que estoy loca, que me molestan los ruidos de la
avenida y los colectivos incesantes, la noche repleta de bares y borrachos. No,
no y no. Las explicaciones verdaderas sólo las tienen aquellos que las
inventan. Esa soy yo y digo: los cuartos permanecen cerrados porque allí nada
puede cambiar, ni por la luz del sol ni por el efecto del viento. Nada de
nada. Y no porque quiera convertir mi
casa en un museo. O sí. No sé. Es mi hermana a quien no quiero perder: si todo
permanece igual quizá ella siga quedándose allí.
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